El azar del calor
Texto para la exposición «Espejo de agua y flores» de Mar de Dios, hasta el 14 de septiembre en el Centro Cultural Montehermoso de Vitoria-Gasteiz.
El bosque como lugar de extravío, pero también revelación. La ninfa Eco, condenada a repetir las palabras de otros, sin poder decir lo propio, solo reflejar lo ajeno. El agua como superficie especular, un charco que revela un rostro sin poseerlo; al menos no por ahora. Narciso contempla su semblante sin saber que se trata de él mismo. Es ese detalle, precisamente, el que posibilita un encuentro místico; uno que sólo puede darse en el bosque, donde no existen estructuras rígidas ni leyes conocidas.
Ovidio nos legó un mito interpretado como condena a la vanidad, pero si miramos más allá del castigo, llegamos a otro lugar, más simbólico e inconsciente: el del alma que se asoma a su profundidad, a su abismo, sin lograr atravesarlo. Narciso es un cazador cazado porque después de admirarse, cree que su reflejo es de otra persona. Eco, la ninfa, le ama, pero no puede penetrar el alma del cazador si está cerrada incluso para sí mismo. Sin embargo, no debe leerse esto en un sentido romántico, sino como un logos que nos persuade y, a cambio, solo nos exige vulnerabilidad y silencio para hacerse percibir. Narciso no rechaza a Eco por arrogancia, sencillamente aún no puede percibir lo que ella representa: la posibilidad del encuentro con el anima mundi.
Nosotrxs somos Narcisos contemplando la cerámica de Mar de Dios: la textura mate, viva y desmigajada; lo viscoso y fundido en colores brillantes de su cerámica sería Eco. El espejo se halla en los cuencos plateados que coronan algunas de las piezas; emergen como un charco quieto en el que buscamos la imagen que, de no reconocer como propia, nos dejará hechizados, narcotizados por el asombro, prendados por la posibilidad de tocar lo divino. Nada nos asegura que no seamos absorbidos, como Narciso, pero sí tenemos lo necesario para trascender, si pensamos que, antes de cerámica, las piezas fueron simplemente barro, arcilla a la que Mar dio cuerpo, y esta respondió. Y no solo lo hizo una vez, sino varias, como el eco mismo, en cada cocción, sometida al azar del calor, la arcilla se transforma y, mediante una relación simbiótica, usa a Mar para interpelarnos.
El anima mundi platónica intenta siempre dialogar con el alma humana porque busca hacerla resonar. Pero si estamos cerrados, dormidos por el miedo, su voz no puede penetrarnos. Eco, en este contexto, más que víctima del desamor, representa el alma del mundo que susurra e intenta llegar al fondo del inconsciente humano. Sin embargo, sí cabe preguntarse por el resultado del rechazo: se cierra el símbolo —es decir, se interrumpe su capacidad de mediación, de abrir sentido entre el alma humana y la del mundo— y, al hacerlo, Narciso cae en la literalidad, en su imagen pura. No es que se ame en exceso, sino que queda atrapado en un vacío interior que intenta compensar con una máscara de autosuficiencia: esa fantasía de completud narcisista de no necesitar nada ni a nadie. No puede haber amor pleno porque solo está presente la defensa que lo sabotea: la reacción automática ante la herida de no haber sido visto. Ni siquiera, hasta ese momento, por él mismo. Jung diría que Narciso ha quedado fascinado por una imagen arquetípica, por el yo exterior, sin haber accedido al sí-mismo, el centro profundo del alma. Es por tanto su reflejo una forma sin fondo, una imagen extraña y luminosa, que le revela algo que nunca comprenderá del todo. El gesto de querer tocarse no es el de un ego inflado, sino el de un alma que se confronta con una profundidad divina y se pierde en ella. Narciso es, entonces, el alma detenida en el umbral, que intuye la transformación pero no la completa. No obstante, creo que su mito no merece equipararse al narcisismo moderno —ese yo hipertrofiado, cerrado sobre sí mismo—, sino como una figura arquetípica que medita sobre el misterio del conocimiento de uno mismo; algo que se da mediante la búsqueda espiritual en el umbral entre lo humano y lo divino. En esta clave, el mito no habla de vanidad, sino que lanza una advertencia: no basta con contemplarse; hay que arriesgarse y atravesar el reflejo para entrar en lo sagrado. Y, como el oráculo Tiresias reveló a Liríope, su madre: Narciso vivirá hasta una edad avanzada, si no llega a conocerse a sí mismo; una sentencia que, sin duda, contrasta y subvierte la máxima estoica: Conócete a ti mismo. Para los estoicos, conocerse es sabiduría y libertad; para Tiresias, esto puede ser la muerte. Un cruce de advertencias que nos hace preguntarnos si el autoconocimiento nos salva o consume.
En la alquimia espiritual, el espejo es uno de los símbolos del conocimiento de unx mismx. Pero no como fin, sino como puerta. Narciso queda detenido en su umbral y cae desmayado, pero no renace su conciencia. Donde él cae, brota una flor: semilla de la transformación que él no completa, pero que puede continuar en nosotrxs. Sin duda, la arcilla es simiente y la flor es una cerámica ya horneada. Es para Mar ‘el mar’ algo infinito y aterrador, y es para Mar de Dios, ‘dios’, un concepto abstracto inasible, que, sin embargo, consigue tocar cada vez que es guiada por el anima mundi. Sus ideas resuenan en mi cabeza, recibo un mensaje donde me envía páginas de un libro de física que cuenta que, según las leyes de la termodinámica, el calor casi siempre fluye del cuerpo más caliente al más frío. Quedo absorta, sin entender, en mi ignorancia científica, si esto es algo simple, que ya debería saber, o si se me revela como algo más profundo. Según demostró Ludwig Boltzmann, aunque las leyes físicas no impidan lo contrario, la probabilidad de que suceda lo inverso —que un cuerpo frío fluya hacia uno caliente—, es mínima. En otras palabras: el calor se mueve rápido y elige casi siempre ir hacia el frío, pero hacia dónde se dirige y por qué, eso… eso es puro azar.
Extendemos la mano sobre las esculturas y, al hacerlo, vemos que el agua no se agita, porque es, en realidad, un lustre de plata que nos devuelve una imagen borrosa. Y es en este instante que Narciso moriría, pero nosotrxs sí podemos integrar la imagen borrosa y trascenderla. Es preciso recordar la flor ahora, esa de color amarillo que brota entre las tumbas y los inicios. Lo brotado, como la cerámica cocida, ya no puede volver atrás: solo puede marchitarse. Y mientras, nosotrxs esperamos la siguiente primavera. Toda escultura aquí presente ha transitado un bosque, cada una fue mirada por la ninfa, amasada por Mar y ofrecida al azar del calor. Lo que ves no es materia sino transformación, algo que, como Narciso, fue llevado al límite a través del espejo ardiente, y allí su forma cambió para siempre. Así también la esencia, que solo se prende de verdad cuando el ser acepta entrar en su propio horno; el alma de Mar —como la de Heráclito, la chispa de fuego— vive sin dormirse en la imagen superficial y escucha cómo la ninfa Eco nos invita a adentrarnos en el fuego.
Ariadna Chez
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Atravesar el reflejo y adentrarse en el fuego.
El oscuro Heráclito estaría orgulloso.
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