La primera vez que probé un caqui sentí que mi lengua se encogía. No era ácido. No era amargo. Era otra cosa. Algo que no tenía nombre en mi diccionario escolar. Y sin embargo, ahí estaba. Niña, cómete el caquis, decía mi abuela. Niña, ¿no te gusta el caquis? No te gusta ninguna fruta, vas a ponerte mala, va a venir el ciervo a buscarte y te va a llevar pal bosque con ellos. ¿Eso es lo que quieres? Lo decía señalando una alfombra que habían encolado a la pared, en ella, una familia de ciervos bebían agua de un arroyo. Al fondo de la escena, uno pequeño bebía agua, imperturbable. En primer plano, la cierva levantaba las orejas y nos miraba, temerosa. En realidad, mi abuela no es una sola: son las dos en un mismo recuerdo, mezcladas, como si el sabor del caqui no dejara que mi lengua fluya y diga toda la verdad. ¿Prefieres un pitis? ¿Uno rosa? El petisuí es dulce, y eso es algo que gusta a una niña. Pero no era solo el dulzor lo que me atraía: era su promesa de orden, la falta de sobresalto. Siempre fuiste muy buena, solo dabas guerra con la comida. Claro, siempre hay que ser una niña ejemplar. Con el verano y las pagas extra, llegó el lujo del Fresquito. La piruleta, que venía dentro de un sobre de polvos ácidos, era una batalla entre lo dulzón y la salivación violenta, una sensación que sin duda incomodaba, pero no podías soltar. La chupabas y la mojabas, y otra vez, y otra vez.
En la escuela nos explicaron que sólo existen cuatro sabores. Dulce, salado, amargo y ácido, como si el paladar fuera una mesa. Dulce, salado, amargo y ácido, como si fueran los únicos cuatro acordes posibles de una sinfonía sensorial. Así nos lo enseñaron, y así lo repetimos. Pero la lengua, con más de 10.000 papilas gustativas, tiene una sensibilidad mucho mayor. Antes de dormir, iba al salón a despedir a mi abuela. Era sábado y echaban Noche de fiesta, estaba abducida por la televisión. Vete a la cama ya, que esto no es para ti. Lo decía sin mirarme a la cara, mientras hundía la mano en un bote de Nivea azul más grande que yo misma. Acto seguido, se echaba plastas sobre el rostro, enterrándose por completo en ese ungüento opaco que, sobre sus arrugas profundas, dibujaba paisajes árticos. No se quitaba los anillos, no fuera que alguien se los robara. La nivea enrasaba las curvas del oro, escondiéndolo por completo. Un cuarto de hora después, la crema aún no se había absorbido del todo. Mi abuela brillaba como el zapato de un cura y me miraba de reojo. ¿Aún sigues aquí? Venga, a la cama. Era entonces cuando yo me abalanzaba sobre ella, sacaba la lengua y le barría desde la barbilla hasta el ojo. Ella me gritaba que qué asco, y yo le contestaba: ¡Beso de vaca!, mientras huía despavorida para que no me arreara con la zapatilla. Ya en la cama, la pequeña sommelier que habitaba en mí, saboreaba el almidonado de la nivea. Era un sabor blando, casi ausente, que no sé cómo etiquetar de forma contrastada, pero que para mí es delicado; es lo que los japoneses llaman awai —淡い—, y se puede traducir como leve, tenue, sutil... El sabor de lo que casi no es, como el olor de una sábana recién lavada. Como un recuerdo antes de que lo cuentes.
Por la mañana, si no había colegio, dormía hasta que no podía más. Mi abuela venía a buscarme a la habitación muchas veces. Yo me levantaba cuando la frecuencia de avisos era repentinamente punzante. Eres igual que tus padres, pero será posible, ¡levántate ya! ¿A quién me iba a parecer, si no? Pensaba mientras sacaba una pierna de la cama para tocar el frío suelo de cemento. Ese olor fuerte y penetrante, conocido como acre, era vinagre de limpieza. Con él no solo dejaba la casa como nueva, sino que activaba en mi cerebro una alerta: una mezcla de peligro y excitación. También son acres los ajos crudos, los rábanos y, por consiguiente, la mostaza. En japonés se lo conoce como egui —えぐい—, y, aunque a veces se confunda con el astringente, se distingue de él por el picor e irritación que provoca.
El salado está en el sudor de los besos, en una herida de bicicleta que chupas mientras te arrastras moribunda hasta casa y miras mal a esa traidora de metal, que ha soltado el muelle del freno, ocasionando tu accidente y disgusto. Chupas y chupas la sangre, llorando también salado y pensando en tu madre, que te ha dicho que la saliva cura. También ella te ha explicado que hay que tener cuidado con la cocacola: si se disipa, se le van las burbujas, pero también el dulzor. Es verano y me estoy bebiendo una, me vienen a buscar y salgo corriendo, la dejo sobre la mesa del salón. Horas más tarde, al volver a casa, quiero más. Ya estará caliente, pero igualmente necesito mi droga de niña de verano. Pego un trago largo, en el mismo instante lo escupo. Está amargo. Mi madre le ha echado güiski. Se debe de haber disipado —dice—, por eso sabe distinta. Se ríe. Ese amargor no era mío, pero se había colado con sigilo en mi vaso, igual que el final de agosto, donde las niñas del pueblo despedimos a las otras niñas, que viven lejos. Hace tres meses nos odiábamos y poníamos motes terribles, ahora, el mundo se derrumba.
Cuando ya no soy una niña, sino una adulta poco ejemplar, me voy de viaje a Japón. Sola. Descubro que el mejor umami —うま味—, que traducimos como “delicioso”, no es el del jamón, sino el del caldo dashi, hecho con alga kombu seca y virutas de bonito fermentado. Es un sabor absoluto, como si te abrazaran desde dentro. Es el sabor de lo que tiene sentido en el mundo, aunque no puedas explicarlo.
Cierro los ojos y vuelve a ser noviembre, aunque ahora sea abril de 2025, sigo en ese salón mirando el caquis y sus briznas negras microscópicas que no comprendo. Ahora sé que aquel caquis era lo que en japonés se conoce como shibui —渋い—, que traducimos como “astringente” y se diferencia por ser áspero y seco. Es un regusto que tiene que ver con lo táctil y la contracción de la lengua. Afecta a las mucosas, también a las mocosas. Lo astringente es algo sobrio y discreto, es un no hablar de las cosas. Dejarlas muy al fondo, como pegadas con velcro en el fondo de nuestra garganta. Me enseñaron a ser una niña ejemplar, modesta; ser como un secreto bien guardado, que no hace ruido por miedo a molestar. El regusto del vino, las pipas de la granada, un té negro, caliente, que contrae nuestra lengua y no quiere soltarla. Pero nosotras la luchamos, queremos adiestrarla, elegir cómo transitamos el sabor. El disgusto nos habla, dice que hay memorias ocultas que vale la pena intentar recordar.
Ariadna Chez